lunes, junio 22, 2009

Los ancianos-El último Viaje-Fragmento (18) Carlos Echeverry Ramírez

El último Viaje
ISBN: 0-9683701-01

Reservados todos los Derechos de Autor ante CIPO y WIPO
Fragmento (18)

Escrito en toronto el 28 de diciembre del año 1996
-----------------------------

En la privacidad de la oficina y con atmósfera relajada, el hombre dijo:

-Jóvenes, usted señor Cato, les quiero comentar lo siguiente:

 “Hoy mi cansancio es mayor que en muchos años anteriores y muchísimo más que cuando estuve en la guerra”.
  Anoche estando acostado tranquilo, quizás como siempre, después que mi esposa Charlotte se fue a acompañar a Martina y su fiel perro, a la caminata habitual, hora en que el can hace sus necesidades y Martina recoge en bolsa plástica la mierda, yo me quedé leyendo tranquilo, acompañado de un Cherry semiseco y las melodías del violonchelo de Pablo Casals.  Cansado, por el duro trabajo del día anterior, dejé el libro sobre la mesa, fui a mi habitación y al entrar en ella puse el termostato en dieciocho grados, desnudo me metí debajo de las cobijas; allí en la comodidad de la cama y después de poner mi postiza dentadura en su medio adecuado y colocar mis anteojos encima de la pequeña mesa de noche, apagué la luz de la lámpara de leer y dormí sin problema.
No sé cuántas horas habían pasado, cuando en el silencio y oscuridad de la noche escuché ruidos muy extraños al exterior de la alcoba, exactamente en las escaleras; eran unas risas escandalosas y palabras desconocidas por mí. Yo, un hombre que habla el latín, me asusté y sorprendido me senté a esperar el fin de lo que escuchaba, sin tratar de hacer juicio alguno.

Consciente estaba de que Charlotte, mi querida esposa, no había llegado, ya que varias veces toqué el lado de la cama donde duerme y no la encontré, lo cual me causó mucha angustia; así,  lentamente, los sonidos terminaron de subir las escaleras y finalmente entraron en la habitación...

Observé, cauto y desconfiado, entrar una sombra amorfa, un bulto grande moviéndose con dificultad; con mis cansados ojos de anciano no podía tampoco distinguir qué era, sólo escuchaba las risotadas escandalosas, las palabras enredadas y un fuerte y marcado olor a alcohol.

Nervioso, dudé de mis actos y pensamientos, creí momentáneamente que era una mujer de vida alegre y numerosos clientes que se había equivocado de casa y aposento; como pude, a tientas de ciego y en la negrura de la noche busqué mis gafas, para poder prender la pequeña lámpara. Después de hacerlo y para mi gran sorpresa encontré a ¡Charlotte!

Sin creerlo ni aceptar, la encontré tirada al extremo de la cama, ¡Mon Dieu! ¡mi esposa! ¡La bióloga!, la directora por treinta años del famoso coro de música sacra en la conocida iglesia luterana de Ginebra, la mujer maravillosa, ¡Quelle horror!, la madre de mis cuatro hijos estaba ahí, tirada al extremo de la cama, ¡completamente borracha! hablando en un idioma incomprensible, riéndose y actuando, como nunca antes en nuestra apacible vida y después de cuarenta años de casados, a estas horas de nuestro matrimonio y en el cenit de nuestras vidas.
Traté de encontrar la causa de este inusual estado en ella, después de tantos años compartidos, desde aquellos en los que yo iba o ella venía al pequeño jardín al frente de la facultad a esperar que terminaran nuestras labores académicas en la universidad. No supe qué pensar.

 Estimados señores, y usted señor Cato, no sé qué decirles o cómo expresar lo que sentí en ese momento.

Recuerdo que tuve un inmenso vacío, una ahogadora tristeza, solté una irónica risa, un débil entusiasmo y una rabia pasajera, y también todo aquello que puede un hombre de mis conocimientos y jerarquía experimentar, en esos segundos al ver a su querida esposa en esas lamentables, terribles e inaceptables condiciones. Horrorizado de ver a mi Charlotte en esa situación, con voz angustiada, sintiendo una punzada fortísima en mi débil corazón y dolor en mi brazo izquierdo, le pregunté:
 
-Charlotte, mon amour, mon Dieu, ¿Qué te han hecho?
Atónito y horrorizado, la observaba.

 Ella poco a poco organizó sus desvariados pensamientos en medio de risas desconocidas, con ternura abrasadora y en una voz jamás escuchada en todos nuestros largos años de nuestra feliz relación, me dijo:

 -”Freddy, mi amor, ¡mi tesoro!, ¿Recuerdas anoche cuando vino Martina con su perro a que la acompañara a caminar?...  Muy bien, las dos nos fuimos conversando, mientras el can buscaba un lugar verde dónde hacer sus necesidades. Conversábamos  de muchas cosas, de ti, de Teodoro;  charlábamos acerca de nuestros hijos, de sus alegrías y frustraciones, de las duras dificultades que enfrentan aún con todos sus títulos académicos para encontrar un trabajo estable y bien remunerado; dialogábamos de nuestras cosas de mujeres y que muchas veces o casi siempre son muy diferentes a las que los hombres hablan entre ellos; analizábamos también con impaciencia lo poco que podemos hacer o que se nos permite por ustedes para mejorar el mundo; tristemente comprendíamos lo mínimo que es aceptado y con escasa alegría recibido por los hombres para hacer más solidario el bien común. Caminando las dos solas, apartábamos con nuestros bastones las hojas caídas, que anuncian el fin del verano, acompañadas mentalmente, por aquello que hemos creado, es decir nuestros hijos. Martina iba muy preocupada y yo, meditabunda, llevaba en mí algo que no te he dicho en los últimos años: sentía una creciente ansiedad de ver lo trágico que sucede en el mundo fuera de nuestros vecinos, en otros países y regiones.  Llevaba tristeza y frustración, de ver lo poco que puedo hacer para cambiar lo que escucho en todos los lugares que tú, como hombre, no frecuentas, no escuchas, no entiendes, no quieres aceptar ni escuchar y que quizás jamás comprenderás.
 
Martina y yo sorpresivamente, escuchamos a lo lejos, en el Parque de la Esperanza, unos rumores de tambores como africanos, unas guitarras, unas trompetas, flautas, lutes de Persia, bandoneones, maracas de Sur América, acordeones, trompetas, tiples, guitarrones y unos violines gitanos de Hungría y Rumania.  Nosotras, como bien tú sabes, somos curiosas y  dueñas de una intuición, que ustedes no tienen; ansiosas apresuramos el paso y fuimos a ver qué era esa música tan bella, esas melodías con una sensualidad envolvente que ahora escuchábamos en el mismo parque al que íbamos tú y yo, cuando éramos jóvenes y nos sentábamos a conversar del futuro, de nuestros sueños e ilusiones. ¿Recuerdas mi amor, mi tesoro?
 
       ¡Freddy, escúchame! ¡Escúchame!
 
Al llegar al parque, Freddy, mi amor, encontramos unas mujeres y hombres extranjeros de pelo azabache con ropas llenas de colores, con todos sus niños cantando al son de la música y bailando en una armonía, en un ágape que jamás yo había presenciado en Europa.
 
Fuera de nosotras, estaban muchas parejas conocidas, había varios ex colegas y ex alumnos tuyos de la universidad, las parejas y los vecinos nos quedamos quietos y perplejos presenciando esa reunión, una fiesta llena de amor y de fraternidad.
 
Martina y yo, dos mujeres ya viejas y feas, como dos ancianas esperando sólo la muerte, sorpresivamente nos encontramos, igual que los otros, en la mitad de ese pequeño carnaval. 

Las mujeres y hombres tenían unos dientes hermosos color nieve, una piel canela y cabellos oscuros como las noches del invierno, sus músculos tenían una simetría excelente, pequeños cuerpos en volumen pero de una definición muscular sin igual.  Algunos tenían una personalidad, una alegría y dinamismo como el agua en nuestros riachuelos cuando baja las montañas en la primavera.  Martina y yo fascinadas con esas risas melodiosas mirábamos todo.
 
Allí nos ofrecieron vino y con todo el respeto del mundo nos invitaron a bailar; sí, a compartir con ellos la alegría.  Martina bailaba. Yo también extasiada miraba cómo ellos bailaban conmigo sin importarles mi lentitud, mi torpeza al llevar el ritmo, mis arrugas de mujer vieja y fea. Todos nos aplaudían sin parar; esta gente desconocida por nosotros únicamente quería que Martina y yo, como seres, disfrutáramos la vida y la alegría creada por estos músicos que vinieron al festival.
 
¡Hubieras visto a Martina bailando! Cómo se reía, ¡parecía una loca! Igual a esa gente, a esas mujeres y hombres locos del parque llamados injustamente así por nosotros los suizos. 

 Qué ternura nacía en las miradas de sus hijos, en los melancólicos ojos y en sus risas apacibles.
 
     Freddy, mi amor, espero comprendas, ahora por qué estoy tan contenta y ¡por qué decidí tomarme unos vinos de más!  Simplemente compartí con esos locos la fiesta, que en ese parque de Ginebra comenzamos a llamar la Fiesta de los Inocentes.
 
Te preguntarás... ¡escúchame amor! ¡escúchame! ¿te preguntarás cómo llegué a casa?
 Te lo diré:

   Cuando me sentí ya cansada de reír y bailar y, de oír tantos aplausos, como nunca antes en mi vida los había recibido con tanta espontaneidad y simpatía, le dije a unas mujeres llamadas Pilar Torres, la Mechas Otoya y María Teresa, que, a propósito, me dijeron que trabajaban como científicas investigadoras en un centro agrícola del Cañaduzal, que Martina y yo queríamos regresar a casa. 

Al instante, seis parejas de los latinoamericanos ahí presentes, en forma alegre y aún disfrutando con la música, nos acompañaron despacio a casa.

   Las mujeres charlábamos y nos reíamos, los hombres hablaban con los niños. Ellas, las mujeres jóvenes, hacían muchas preguntas de nuestros sistemas políticos, sociales, económicos y de mi relación personal contigo; eran muchas preguntas sin pena, ni amargura, como si hubiera en ellas una insaciable sed de conocimiento.

 Al rato, caminando en medio de todas estas conversaciones, no sé por qué y a estas horas de mi vida como mujer, a mis setenta y cinco años, en forma total empecé a sentir en todo mi cuerpo unas ganas y deseos inaguantables de estar junto a ti.
 
  Sí, mi amor, Freddy, mi tesoro, sentía unos deseos irreprimibles de tocarte y sentirte junto a mí y que no tenía en muchos, muchos años.
 
   Me sentía una adolescente, con deseos húmedos y ardorosa pasión. Quería que me tocaras, que me besaras, como en aquellos años ya lejanos e inalcanzables para los dos, aquellos días en que ¡me jurabas amor eterno! Cuando éramos jóvenes y bellos, cuando éramos sólo los dos.
 
  Quería que nuevamente te olvidaras de todo aquello que existe en el mundo, ser el Eje del Universo y volver a escuchar cuando tú me decías que yo era toda tu gloria.
 
Al llegar a nuestra casa, acompañada de todo este grupo y subiendo las escaleras como podía, sentí otra vez nervios y pánico de lo que había pensado y deseado en el camino, no pude contener mi nerviosas risas al darme cuenta y aceptar que estaba húmeda en mi cuerpo, a mi edad y ¡después de tantos largos años! 

Más ganas me entraron de acariciar tu ser, de contar nuestras costillas marcadas por las huellas del tiempo, de sentir mis flacas y fláccidas piernas, tocar y palpar tu vencido pecho, tus hombros ya cansados, tu inflexible espalda.

Quería y ahora quiero, que toques todo mi cuerpo, mis arrugas en barro seco por donde pasaron los alegres y esquivos riachuelos, las profundas grietas de mi piel, como si fueran hoy alegres acordeones tropicales.

   Que muy lento y con todo nuestro tiempo, me beses toda. Sí, quiero que me beses suave, dulcemente.

Que acaricies mis largos y descolgados senos con sus tristes y marchitos pezones, como si fueran ellos esta noche y ahora dos fértiles oasis en un árido desierto, donde se alimentó la belleza de nuestros hijos.

Quería que juntos esta noche, tú y yo, nos llenáramos íntegros de amor en un triste mundo moderno donde éste ya no existe.
Y así los dos en uno...

    -Sí mi amor, ¡los dos!, ¡sólo los dos!

-Y, en un interminable beso fuéramos felices una vez más al final de la noche...



 El ex juez ojizarco, igual, al juez que bailaba anoche endemoniado la lambada con la mulata brasilera, en el  Parque de la Esperanza, se levantó con alegría y nos dijo después de servir más Café de la Colombie:
-Espero que ustedes comprendan el porqué estoy tan cansado, y soltó una carcajada de loco, igual a la de su querida esposa Charlotte la noche anterior.

Yo reí maravillado. Pierre sin más alternativa, lo hizo igualmente. El director de esta oficina, otra vez y con una sonrisa de admiración  dijo:  
-¡Qué locos tan alegres son ustedes los latinoamericanos!
Pensé unos segundos y le respondí tranquilamente:
   -Sí señor juez, tiene toda la razón, pero esa es, quizás, la única alternativa o medio de sobrevivir que nos dejan los sistemas económicos impuestos por nuestros políticos; algunos de nosotros llegamos a ser, después de muchas hambres y súplicas, Locos-Geniales; los demás, sólo logramos convertirnos en ¡locos de mierda! Todos ¡soltamos una sonora carcajada!
 
Con el último Café de la Colombie, disfrutamos otra vez los chocolatines suizos, comentamos todo lo vivido en el tribunal, el elefante, el circo de la corrupción con sus enanitos, los cuarenta payasos ladrones con su mezquino domador y la sensacional fiesta, que creó dramas y pasiones amorosas como la historia de este hombre.


Al salir los tres de la oficina, unas personas  amables me preguntaron qué había pasado con mi mula Policarpa y mi perra Tamara. Con una sonrisa y mi mayor gratitud respondí que gracias a la Sociedad Protectora de Animales y a los deseos altruistas de sus activistas, sublimados en ayudar, como era el hecho de haber enviado a mis amados animales a mi país de origen, yo no tendría ninguna preocupación por ellos y por lo mismo, estaba altamente agradecido.

Firmé unos autógrafos y me despedí del ex juez, intercambiamos direcciones con promesa de enviarnos algunas postales.

 Con Pierre y otros policías, nos dirigimos a la sala de espera. En varias oportunidades, fuimos interrumpidos por personas y niños, que con toda curiosidad, venían a pedir autógrafos, a saludar o cambiar palabras conmigo. Querían tener la firma, las risas y alegrías de la fiesta para el futuro ¡en un caso de emergencia extrema!

Un niño, vino con un balón de fútbol, creía en su ingenuidad que yo era un famoso futbolista.  Su madre en la distancia gritó en alemán, pensando así que yo no comprendería:

-¡Carsen!, ¿Qué haces? ¡Deja ese loco! Ese es el loco que salió ayer en la televisión con una mula hambrienta y una perra pulgosa en el tribunal, ¿No recuerdas?
El niño intrigado y con su mirada trató de encontrar una respuesta en mí, a lo dicho por su madre. Yo, picándole el ojo, lo miré como la mula arisca y fiel, y le mandé el mensaje, de los dos tipos de locos que existen en el mundo. ¿Qué sería de este mundo sin los artistas y sin los locos esos?

Al pasar por la aduana, algunos funcionarios me miraron con sonrisas pecadoras, luego entregué mi pasaporte verde, aquel bien conocido en el mundo, a una desconfiada oficial de migración, joven y bella, que tomó mi pasaporte, miró la foto y me miró. No pudo esconder una sonrisa al reconocer quién era ese personaje frente a ella; sonó el teléfono de su puesto de control, y al voltearse toda coqueta a contestarlo, dejó escapar un gesto corto y un gemido ¡Ay, ay! de dolor intenso.
Ella, con su gesto, aceptó ante Pierre y los que me escoltaban, que le dolía todo el cuerpo, desde la cabeza hasta las uñas; que tenía un dolor que dulcemente la atormentaba ¡por delante y por detrás! todo causado con intenso placer en la noche anterior, inmediatamente después de la Fiesta de Los Inocentes, cuando Ginebra por primera vez ¡se alzó la bata!

La bella mujer recordó en ese instante el hombre aquel que conoció en el coro de música sacra en la iglesia luterana y que era descendiente de Otón. El primero que la besaba y acariciaba de esa forma loca y tan ardiente, que la hizo pensar varias veces que este exótico elemento era muy singular, ya que al besarla largamente en su selva rubia y peluda, la hizo pensar que este hombre pudiera respirar ¡por las orejas!
-Era el único, ¡divino! ¡Qué hombre aquél!- dijo con sus mirada.

Tímidamente, apenas le pregunté mientras ella miraba profesionalmente las hojas del pasaporte y verificaba en el computador la información con las centrales de inteligencia:
-Perdone “señorita”, ¿está usted muy adolorida?
Ella, con mirada y sonrisa llena de complicidad erótica y con un suspiro que al soltarlo, casi me permite sentir también los orgasmos de la noche pasada, me entregó el pasaporte verde.
 Estaba a un paso ya de montar en el avión, puse mi morral en el piso, me aseguré tocando en el bolsillo, el dinero prestado por los suizos, miré a los alrededores y tendí la mano a Charbonell; nos deseamos suerte.

  Me tocó también decir adiós a los otros policías, éstos con uniforme, que me escoltaban hasta la puerta del avión.  
 
Caminé el pasillo metálico y saludé a la bella azafata, luego ¡casi me desmayo! allí estaban los malnacidos gringos con sus cámaras filmando mi entrada al avión.  Por un segundo quise preguntarles por mis carguitas de café y el racimito de bananas, pero me guardé las ganas esperando en el futuro una oportunidad más apropiada, ¡Ya verán!

 Me senté por primera vez en la vida en primera clase. Al hacerlo, los hombres comenzaron a toser y ajustarse el nudo de sus corbatas, se pusieron morados por la impaciencia de tenerme a su lado y reconocerme; miraban acelerados los relojes. 
    
Me observaban sospechoso.

   Al sentarme, noté fascinado que no tocaba el piso del avión, ya que el asiento tan grandote, donde estaba sentado, no me lo permitía. Con mis pies inquietos en el aire me concentré, respiré profundo y pedí un fino whisky doble, igual al que tomaban los otros; me lo tomé de un sólo golpe. 

  Ellos extrañados me miraron. 

Sin importarme, me acomodé por fin en el asiento y pedí el otro; este lo tomé muy lentamente, igual que los demás personajes que estaban a mi lado.
 
 Mientras me quedaba dormido fui dejando todo lo vivido en Ginebra, en mí llevaba el conocimiento de una fantástica e inolvidable experiencia de este viaje que cambiaría el resto de mis días por vivir.



 
  En París todo fue normal, sin problema alguno.

Esa ciudad la conocía bien, su gente, su historia, todo me era familiar. 

Tranquilamente tomé un taxi y con el argelino que lo conducía supe de la cantidad calculada de un millón de  conejos que viven dentro del  aeropuerto  en  sus  zonas verdes y jardines reproduciéndose  velozmente y cruzando a toda hora la pista de aterrizaje. ¡Con la que se alimentaría todo un pequeño pueblo en Argelia!, según el gentil conductor.

Escogí un pequeño hotel cerca del metro Odeón, que es el barrio donde pasé los años de juventud cuando era estudiante y así no molestar a mis amigos que me habían ofrecido su posada.

Dentro del cómodo y tranquilo hotel de la calle Monsieur Le Prince, una calle pequeñita con el Morván, el Mónaco y el Dantón, en la esquina del Boulevard Saint Germain, los cafés donde me reunía siempre con los conocidos. Me metí en la ducha y luego dormí delicioso, quizás cómo jamás lo había hecho.

 Desperté ya en la noche, llamé feliz a mi esposa en Montreal y le conté todo.
-¡Ya sabía! -contestó despreocupada- Lo vi en las noticias de la TV. Esas cosas sólo te pasan a ti. ¡Cuídate!
Fue todo lo que dijo.
Nos enviamos besos por el teléfono, le avisé que al día siguiente llegaría a las siete de la noche, hora del Canadá. Colgué el teléfono, miré la habitación, encaleté bien el dinero y con un poco en mi bolsillo, salí a caminar. Fui al Danton, como muchísimas veces lo hice en el pasado. Parado en la barra me tomé un vino, un Balon Rouge, luego salí y empecé a caminar tranquilo hacia el Odeón sintiéndome el tan buscado por los científicos holandeses y tan esperado en las plazas y mercados del mundo, un tulipán negro.
Ya de esta forma, el tulipán negro caminó muchas horas... Se perdió en las sombras y la oscuridad de las calles de París.
Esperaba con la aurora un nuevo amanecer en mi vida y la de todos aquellos que lean este relato.


 Canadá me esperaba con su ilimitada soledad y vientos nórdicos, inmensamente iguales en tamaño a la extensión del territorio y al duro frío anunciando el otoño.

   Mi esposa, mis pocos amigos latinoamericanos en esta ciudad y uno que otro anglosajón, escucharon todo el relato de lo sucedido en la Suiza.

 Feliz de estar en compañía de mi bella mujer me incorporé a la rutina de levantarme, hacer el desayuno para los dos y luego caminar unos veinte minutos en medio de prados y jardines muy lindos con los manzanos a mano derecha, entrar al mismo edificio donde había estado haciendo mi maestría en Sociología, saludar a  la anciana recepcionista, avanzar por los mismos corredores donde durante los tiempos pasados únicamente escuché “Good morning”, “Hello”, “Good morning”, “Hello” en las mismas voces y las mismas caras y en algunas oportunidades con expresión diferente en el rostro, dependiendo a quien fueron dirigidos los papeles o documentos que nerviosamente llevaban en sus manos y con afanes y angustias proporcionales a la jerarquía de los hombres que esperaban los papeles o documentos.

Fuera del contacto limitado con el profesor encargado de mi tesis y de algunos colegas, donde nuestras conversaciones se limitaban estrictamente al plano académico, mi vida o el interactuar socialmente con otra gente era mínimo.

 Estando en esta vida académica y feliz al lado de mi esposa, con el único objetivo de terminar mis estudios, un día al final del mes de noviembre me dirigí al lugar del correo, abrí la casilla y encontré una carta con sello de entrega inmediata, que resultó ser una verdadera sorpresa.

Volví a sentir cosas que en una ocasión me causaron tristeza y mucho dolor. Con cuidado observé la estampilla y supe de dónde venía, me asusté y salí rápido del edificio.

En los jardines busqué una banca y me senté a leer la carta, la abrí cuidadosamente con el filo del cuchillito de la navajita suiza, la leí y sentí terror de la historia narrada en ella, ¡era imposible!

No me cabía en la imaginación que fuera verdad todo aquello contado en esa carta; al instante salí trotando por los prados verdes con sus manzanos. Llegué al bloque de edificios para estudiantes extranjeros y casados, abrí la puerta de mi apartamento, saludé a mi esposa y corrí a la cocina y me serví un refresco, me senté, respiré profundo y volví a leer el mensaje de la carta. 

Mi esposa, preocupada me preguntó: -¿Cato, qué te pasa?
-No le contesté. Guardé silencio. Ella lo aceptó.
 Sí, mi amiga Catalina Limberg, quedé tan impresionado con la carta que te la adjunto para que la leas lentamente:


Continua...

---------------------------

Reservados Todos los Derechos de Autor ante CIPO Y WIPO

Carlos Echeverry Ramírez (Colombia)

fitofeliz@hotmail.com

www.carlosecheverryramirez.org
  

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Querido Visitante y Lector. Recuerda que Eres dueño de Tus Silencios y serás Exclavo de tus palabras.

Muchas Gracias.

Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.