Aqui va el fragmento que tanto le gustaba a la Clelia Iris y la Tita y es por aquellas risas compartidas...
Fragmento de Nuestros perros ladran ISBN 978-0-9683701-1-7
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Carlos Echeverry Ramírez
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-¡Sí, Sí, María está ¡muy feliz! ¡Muy feliz!
Sorpresivamente dijo: -Señor Cato y usted señora Catalina, me duele mucho lo que les tengo que contar, pero... Si supieran cómo recuerdo aquella noche...
Y la señora se quedó en silencio ensimismada otra vez y yo más sorprendido cada instante que pasaba con esta anciana extraña. Por lo mismo y sin pena alguna y al escuchar lo narrado, le pregunte:
-¿Cuál noche? Haber Señora por favor... cuéntenos.
-Esa noche aquella, larga e inolvidable noche, en que mi querida hijita perdió su bebé.
Era una noche bella de luna llena, y qué bien que la recuerdo.
Era una noche muy extraña también, porque ese día las cigarras cantaron como locas y en todas las horas de la tarde.
Ese día y como cosa extraña me sentía muy sola. La noche y los vientos de ese amanecer eran tibios y húmedos, normalmente son fríos y secos, también había bello trinar de pájaros y en la aurora la atmósfera olía a mango dulce y recuerdo muy bien, como si fuera hoy, cuando María me despertó.
-¡Mamá, Mamá!, esas palabras y lamentos de un llamado de hija a la media noche y como si esas voces angustiadas y lamentos que parecían eternos en esos instantes fueran nacidos de esa misma oscuridad, y como la brisa que me acariciaba me causaron una angustia enorme y un pánico y miedo que nunca había sentido.
La anciana para de hablar. Catalina y yo la mirábamos con el Alfredo, todos aterrados con el relato, ella miraba de vez en cuando las azucenas y orquídeas que cuelgan del techo de la sala.
Hace una pausa, nos mira y luego continúa el relato.
-Sí, a las tres de la mañana, más o menos, escuché:
¡Mamá! ¡mamá, por amor a Dios, por favor ayúdeme!
Asustada corrí donde ella, llegué donde estaba, y la vi entre las sombras y en la penumbra de la noche con la tenue luz de la luna que entraba por la ventanita del cuarto.
Allí la encontré tratando de levantarse de la cama y apretándose desesperada el vientre con las dos manos.
Yo con mi experiencia de todos estos años vividos y con siete hijos muy bien paridos pensé...
¡Ay! ¡Mi pobre hija va a perder el bebé! Y más corrí hacia ella.
Después, apoyándose en mi brazo y con Juan sosteniéndola por el otro, logramos salir del rancho caminando a través del patio para llevarla a la letrina. Teníamos a la luna iluminándonos y quizás como único testigo.
-Mi vida, mi amor, tranquila aguanta, ya todo pasará. Le decía yo cariñosamente. Cuando de un momento a otro...
¡Ay Dios mío! ¡Dios mío!, se le vino el fetico en medio de una gran hemorragia, ella, muy valiente, valiente y no sé cómo hizo, lo alcanzó a agarrar antes que cayera al piso.
La anciana levantándose de la silla camina un poco y nos explica todo lo sucedido esa noche por medio de gestos con las manos y angustiosos cambios de expresiones en la cara.
-Ella, María, mi hija, mi primera hija, lo alcanzó a coger entre sus piernas con sus delicadas manos y segundos más tarde, llorando a gritos al infinito en medio del dolor que sentía me dijo con sus palabras entrecortadas y convertidas en la dulce brisa de aquella apacible noche:
-¡Mamita! ¡Mamita!, tráeme ya y rápido el trapito de satín blanco y la toallita tricolor que tengo en el nochero.
Yo, una anciana ya...
¡Míreme! mírenme todos, Señor Cato y Señora Catalina, me llené de ¡dolor, sí de dolor, de dolor!, y llorando, llorando con un dolor de madre desconocido para mí hasta ese día y hasta ese entonces de todos mis largos días de esta amarga vida, y sintiendo el dolor infinito de mi hija, regresé corriendo rapidito con la luz de la luna al rancho.
Adentro prendí la única vela que nos quedaba.
Y sacando el trapito de satín blanco y la toallita y con ellos en mis manos, estas manos, que usted puede mirar bien, ya cansadas de dar ejemplo de trabajo a todo el mundo, regresé a la carrera otra vez, donde mi hija María estaba y llevaba también en la totuma un poco de agua fresca con azúcar.
Al llegar me senté junto a ella y se recostó junto a mí, luego se lo di a beber con mis propias manos.
Llorando desconsolada mi pobre hija tomó el trapito blanco y la toallita, luego despacito, muy despacito, envolvió con toda su ternura y amor infinito el fetico ensangrentado con ellos.
Lo abrazó largos segundos junto a su pecho mientras lloraba desconsolada y miraba desafiante hacia la luna.
-La señora nos clava la mirada de sus ojos grises, y me dice:
No sé, de dónde, Señor Cato, hoy en día todavía me pregunto:
¿De dónde?, y con esa hemorragia que tenía y que mostraba la sangre en la batola de dormir mi hija.
Yo me pregunto a mis años de ¿dónde sacó la fuerza? ¿De dónde sacó esas fuerzas increíbles para caminar como una leona herida toda esa distancia, que hay desde el rancho… hasta el Jardín Comunitario?
Allá en ese lugar apacible del Jardín Comunitario, con sus propias manos y las uñas llenas de sangre, cavó con una de ellas un hueco en la tierra de unos veinte centímetros de profundidad; mientras sostenía en la otra, su fetico ensangrentado envuelto en el trapito blanco y la toallita tricolor.
Ella, mi hija, esa leona herida, con movimientos llenos de ternura y dolor sin límites, fue llevando lentamente el feto a su pecho por última vez en su vida.
Allí, en su pecho, con los pezones bellos, crecidos y tristes; esperándolo inútilmente para siempre, y observándolo todo, como testigos mudos e impotentes de su dolor ante el mundo. Allá, en el Jardín Comunitario, ella, mi María, lo abrazó largos instantes con todas sus fuerzas, y luego dando un envolvente e interminable grito celestial a todo este mundo invadido por la maldita violencia lo empezó a depositar muy despacito, muy despacito en la muy negra y siempre fértil tierra de estas majestuosas montañas y valles de la cruel y triste Colombia, mientras gritaba enfurecida a la luna y al universo su desgracia y su dolor.
Con el fetico ya puesto en la tierra lo empezó a tapar lentamente con sus manos mientras lo observaba y lo guardaba para siempre en su alma, mientras poco a poco la imagen desaparecía de este mundo por la tierra que ella iba poniendo encima.
De esta forma lo cubrió poco a poco con la negra noche y siempre grata tierra. Mientras seguía llorando desconsolada y mirando ahora como mujer y más desafiante que nunca, a su alrededor, a la luna y al triste mundo.
Yo la dejé por unos minutos y cuando regresé con más agua con azúcar en la mismita totuma me decía en medio de imparables sollozos -que me hicieron pensar que mi María se me había vuelto loca-.
-¡Mamá!, ¡Mamá!
¡Ya veraz cuando crezca!,
¡Será un hombre bueno y siempre útil a la comunidad!
¡Será un hombre que ayude a todo el mundo!, ¡sin egoísmos!
¡Será un hombre de Paz!
Abrazándola muy duro, y con todas mis fuerzas y sin encontrar la ternura y el amor suficientes en este infeliz y desgraciado mundo para calmar su dolor logré sacar de la inmensa rabia, frustración y odio que sentía en esos instantes para escasamente también decirle en medio de mi llanto y llena de nuevo coraje:
-¡Mija, mi vida!, tus lágrimas ya humedecieron para siempre la tierra que el hombre nuevo en Colombia y Latinoamérica necesita para crecer.
-¡Vamos, vida mía!, ¡vamos a dormir!
-Te lo suplico, María ¡ven mi vida!
No me respondía, era sólo sollozos.
La levantamos, y a rastras la llevamos a través del patio hasta el rancho y la pusimos lentamente en la cama.
Estando acostadas las dos y abrazándola con todas mis fuerzas volvió a tomar un poco más de agua con azúcar en la vieja totuma y en pocos segundos estando abrazadas y cogidas de la mano, mientras Juan nos observaba asustado, se quedó dormida.
No puedo contar o describir qué sentía en esos momentos.
Minutos más tarde, después de haberme acostado y en la soledad de mi cuartucho, pensaba en lo duro que es la vejez para las mujeres cuando estamos ya viejas, con artritis en las manos, muecas, llenas de arrugas y feas. Y peor aún, cuando somos pobres y creemos que no hemos hecho nada de valor en este mundo. Cuando sobramos en todas partes, cuando estorbamos en todos los lugares y rincones que ni toser nos dejan o podemos. Y que sentimos que ya no somos útiles o nos hacen sentir inútiles para todo, que ya ancianas somos un fracaso al final de nuestras vidas, que ni para pagar un entierro de segunda y en cementerio de pobres tenemos.
Por todo eso anterior, me entró un no sé qué. Un desespero, un acelere, una sensación extraña, una angustia desconocida y sin pensarlo dos veces me fui directo a la cocina del rancho. No me importaba la oscuridad de ese momento, nada me importaba, y allí con la poca luz que entraba por la ventanita del cuarto encontré por fin el cabito de la vela que aún nos quedaba.
Estaba desesperada porque los cerillos se habían humedecido. Trataba y trataba de prender uno, ya llegando al final de la caja, ¡por fin un cerillo prendió!
Y luego con la luz del cabito de la vela me puse a buscar, a ver..., sí, a ver... si la suerte me acompañaba y -midiosito santo-, si al menos encontrara uno.
Después de algunos minutos de buscar entre todos los tarros ya vacíos por falta de granos, encontré uno. Un frijolito.
El único que nos quedaba. ¡Bendito sea mi Dios!
Cuidadosamente lo puse en mis cansadas manos y apretándolo duro para que no se me fuera a perder salí corriendo llena de entusiasmo al Jardín Comunitario.
En el jardín miré a la luna e increpándola por lo sucedido a María, y llena de extraña amargura y sentimiento que no sé qué era, hice un hueco en la tierra.
Creo que lo hice quizás con odio y no sé por qué, pero me sentí también llena de fe y de firme esperanza en el porvenir sembrando el frijolito en la mismita tierra, al lado donde María, ¡mi hija!, ¡mi vida!, mi leona herida enterró su fetico bien humedecido con el llanto.
En la fértil tierra del Jardín Comunitario para que el frijolito creciera para siempre acompañado del dolor infinito que ella sintió esa noche.
Señor Cato y Señora Catalina, sólo vine esta noche a decirles, que siento una emoción que no sentía desde hace ¡muchos y muchos años!
María está en embarazo otra vez y hoy, seis meses después que sembré esa planta de fríjol en aquel jardín, ¡esa planta es gigantesca y divina!
Todos los compañeros, vecinos, los ancianos, mujeres, hombres y todos los niños del Jardín Comunitario cogemos nuestros frijoles de ella.
Y… lo más extraño… ¡parece un milagro! Y aunque muchos no lo crean por siglos, ¡es que esa planta! ¡siempre!, ¡siempre tiene frijoles!
¡Y siempre tendrá para todas aquellas familias que tengan hambre!
Barcelona - España
Octubre 7 de 1998
©1998-2010Carlos Echeverry Ramírez
Colombia--Canada