sábado, abril 04, 2009

Carlos echeverry Ramirez--Colombia-El último Viaje-Fragmento (15)




El último Viaje

ISBN: 0-9683701-0-1

Reservados todos los derechos de autor ante CIPO y WIPO


Fragmento (15 )El último Viaje

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Reposadamente, como si fuera un Arquímedes y Demóstenes tropical hablé:


-Señores de la Justicia, señores representantes de todas las instituciones y gobiernos del mundo, mujeres, hombres y niños aquí presentes...


Observé cuidadosamente a los hombres de los aparatos, los de los medios de comunicación, los que casi siempre controlan el Poder, los omnipresentes y pervertidos gringos, para recordarles que no podían perder esta exclusiva del drama de mi vida, en vivo y en directo para todos los lugares del mundo con sus cámaras de video y aparatos de radio y ¡quién sabe qué otros más!

Continué la arenga diciendo unas palabras de mi padre:

-Mi única riqueza terrenal desde la infancia ha sido el amor a la libertad y todo aquello que encierran esas palabras en el desarrollo del hombre. Los únicos objetivos en mi vida han sido y serán el desarrollo integral del hombre, en armonía con la naturaleza.

Me extrañé al escuchar un fuerte y largo aplauso y continué hablando:

-Soy testigo, como todos los aquí presentes y ausentes, de que este siglo por terminar, este milenio que llega a su fin, ha sido el siglo más cruel, atroz y sangriento de toda la historia de la humanidad, y del hombre desde su aparición en la Tierra. Lo hemos visto y sentido todos.


Sí, todos los aquí presentes y ausentes, hemos visto cómo el hombre encadenó al mismo hombre, hemos visto con terror impotente Hiroshimma y Nagasaki, las dos guerras, los cientos de batallas de siglos pasados; hemos visto cómo nos masacramos los unos a los otros: ¡Sólo por el oro!, Sí, ¡el oro!

Hubo rumores e imparables aplausos en la sala.

-Yo me pregunto -continué- y les quiero preguntar a ustedes, los trece hombres que representan la Justicia del Mundo, y a todos los aquí presentes y a los ausentes...

Aquí interrumpí, y con parsimonia miré a lo lejos, hacia las tribunas donde estaba la gente, saqué el pedazo de panela del pantalón y lo di a mi mula Policarpa delante de todo el mundo. ¡Y los gringos filmando y grabando! Según ellos, este, un acto único de belleza y ternura…


Mientras tanto, la mula y la perra me miraban fascinadas, la perra movía la cola en forma desesperada, igual que la arisca mula que se espantaba la invasión de moscas, también presentes en la sala.

Cuando la golosa mula terminó de engullir la panela, continué el discurso.


Recordando mis años de infancia, en medio de un cañaduzalen el Valle del cauca , en nuestra escuela y dicen también, que en todas las escuelas del mundo, en aquellas de pueblos con calles polvorientas y sin acueducto, donde sólo el hecho de encontrar agua es una titánica labor de tres hora en un burro o en una mula como ésta, -mi mula mira de reojo ¡me pica el ojo!-, en las que se enseña desde la edad de la leche materna, que en Europa, en países como éstos y en un lugar llamado Suiza hubo un hombre, cuyo nombre ya está olvidado por todos y aquí por nosotros...
Diciendo esto miré otra vez alrededor, a lo lejos, a los amaneceres de mis tierras y las pampas, el sol lejano, acaricié mi mula con cariño, escuché los pájaros y las cascadas de agua, el sonido entre los ríos y la algarabía del recreo en la escuela; volví y observé a los trece hombres de la justicia y a las tribunas a reventar; caminé alzando la voz, mirando la tenue luz de las ventanas y dije:


-Jean Jacob Rousseau. ¿Lo recuerdan ustedes acaso?

¿Lo olvidaron ya?

Me quedo en silencio y vuelvo a mirar alrededor en aquella sala grandísima, acostumbrado al espacio pequeño de la celda.

Miro la sala de madera vieja, con sus muebles todos llenos de gorgojo, con las ventanas todavía buscando a Dios desesperadamente.

Analizo de nuevo a los trece ancianos, el intérprete, el abogado defensor y los policías detrás; lo mismo que a aquellos que continuaban entrando al lugar a presenciar este hecho histórico en mi vida de trashumante, día que cambió mi vida y el resto de lo que me falta por vivir.


Después de hablar, sobre la sala cayó un silencio helado. Se sentía el frío y en el exterior de la sala caía la lluvia.


Los presentes, en la mitad de este silencio nos mirábamos los unos a los otros enmudecidos.

Sólo se escuchaba el silencio sepulcral que sentíamos.


El silencio de la muerte.


Ese silencio que hemos sentido millones de veces, el que se siente siempre en las trincheras de la guerra después de escuchar los fusiles y el que sentimos en las tumbas después de los asesinos y criminales bombardeos.


De pronto, en el silencio de la sala se hizo presente para sorpresa de todos.

Como por arte de magia, apareció el amigo: J. J. Rousseau.


Recuerdo que se paró muy tranquilo al lado de mi mula, la acarició contento, le miró las muelas con curiosidad, examinó los cascos, tanteó el cuerpo y la altura; con gran placer y admiración miraba la excelente calidad de las carguitas de café y el racimito de bananas; la mula arisca lo miraba de reojo y le pelaba las amarillentas muelas.

Yo apenado sonreía.

Segundos después, Rousseau empezó a mirarnos a todos los presentes.

Muy serio y preocupado miraba a los trece hombres de la justicia, a los acusadores, a los duros y a los representantes de los gobiernos y las instituciones, a los pueblos mediocres, con incredulidad e impaciencia.


Rousseau miraba tristemente en nuestros ojos todo aquello que habíamos hecho después de su muerte; al dar vueltas por la sala sentía la misma soledad y angustia de todos los reunidos en ella.

Miraba a la Justicia detenidamente y, con especial interés, detuvo su vista en los trece hombres del estrado.

Sus ojos reflejaban la tristeza infinita que le causaba el tener que aceptar el deplorable estado de la Justicia moderna... Sí, la farsa de la llamada Justicia moderna, los hombres que la ejercían y los que la padecíamos.

Miraba las ilógicas relaciones económicas, políticas y sociales entre los pueblos.


Por último, Rousseau retiró su mirada, en este silencio helado de las trincheras y silencio último de nuestra muerte por venir, y se alejó ensimismado de la sala.


Yo, en ese momento, recordé las tumbas de Tasajera en el Caribe de Colombia, caminé un poco a la izquierda, y dirigí mi mirada a las tribunas y a los trece hombres de la Justicia.

Escondiendo una sonrisa, ¡por joderlos! y haciendo una sombra inmensa con mis palabras dije:

Continua...

Carlos Echeverry Ramírez--Colombia-Canada

fitofeliz@hotmail.com

www.carlosecheverryramirez.org

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